El cambio de planes
Llegó el lunes. Después de un concierto de Maná el día anterior, me había propuesto levantarme tarde esa mañana.
El reloj sonó a las 7:15 a. m. "¡Carajo, la citación!". Pasaron muchos minutos antes de entender que dormir ya no estaba entre mis planes.
Mientras desayunaba y mi mente aún gruñía, mi hermano abogado comenzó a asesorarme:
—Eso debe durar hasta las dos de la tarde. Puedes irte en el tren; te dejará justo en la entrada. Yo tengo una tarjeta con dinero. Toma, puedes usarla.
—¿Hasta las dos? Bueno, no está mal —ya comenzaba a despertar—. Puedo salir para el parador como a las tres. El día no está perdido del todo.
Todo sonaba bien; ahora, había otro asunto que me procupaba más. Mi hermano me había dado una tarjeta, un pequeño plástico para guardar. Los que me conocen saben que la probabilidad de que ese pequeño papel llegase conmigo a la estación era del 13 por ciento; quizás, menos. "Alexandra, tranquila", pensé. "La guardas y ya. Eso sí, saca la que utilizaste el día antes para el concierto. No vaya a ser que las confundas". Eso hice, saqué la tarjeta que tenía en mi cartera y guardé la otra. "Aquí la pondré. No se me perderá".
A las 8:15 de la mañana llegué a la estación Martínez Nadal.
—Bueno, ahora sí, vamos a buscar la tarjeta del tren... Aquí está.
"Ves, Alexandra, —reflexioné— no había nada de qué preocuparte. Siéntete orgullosa: estás dejando atrás ciertos hábitos".
Con satisfacción, me dispuse a pasar la tarjeta.
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