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jueves, 24 de abril de 2008

Crónica de un día en corte (Parte V)


La número 13
Una vez terminadas las deposiciones de los candidatos, los alguaciles nos asignaron un número a cada uno. Nunca he sido supersticiosa, pero ese día había que serlo; al fin y al cabo, la dosis de mala suerte ya había sobrepasado el límite. Según comentaron, la probabilidad era mayor en los números más bajos. Así que, cuando me llamaron bajo el número 13, supe que hasta ese momento había durado mis vacaciones. Inmediatamente, llamé a mi mamá (la pobre estaba muy preocupada por la suerte de su hija). Para buscar apoyo, le dije:
—¿Recuerdas que siempre me has dicho que las cosas se hacen bien o no se hacen? Siéntete orgullosa: tu hija lo está haciendo bien.
Estaba segura de que me iban a escoger.
Mi mamá se quedó en silencio por un momento (era obvio que estaba preocupada). Luego, se alarmó:
—Ay, Dios mío, ¿y si es un caso de asesinato…?
Si quería darme apoyo, obviamente lo disimuló. Sin embargo, le había dado otra dosis de pesimismo a mi mal día: era muy probable que esto no terminase aquí, que continuase hasta, sabe Dios, cuántas semanas. Tendría que ver a jueces, abogados y a posibles asesinos, diariamente. Para colmo, ¿qué haría con el trabajo? Pensativa, me coloqué en una absurda fila india: yo, por supuesto, la número 13 de la línea.
Las madres no se equivocan
Entramos en la sala. Había 27 personas detrás de mí; casi todas susurraban; la muchacha del trauma lloraba; la señora enferma de cáncer intentaba convencer ahora a su compañera de fila; la budista meditaba en su norma de no juzgar; y yo, con algo de esperanza, sólo pensaba en que sería fantástico que conociera al abogado de defensa, o a la fiscal. (Con más de seis abogados en la familia cercana y algunos amigos en el campo de las leyes, sabía que ésa era la excusa más sencilla para que te libraras de un juicio).
Al sentarme, busqué en la sala algún rostro conocido; pero no conocía a nadie; ni siquiera a la pobre mujer ronca que comenzó a leer la decena de cargos del acusado.
Temo reconocer que las madres nunca se equivocan y la mía, mucho menos.
Hay que creer...
A las 11:15 de la mañana comenzó la selección del jurado, la peor parte de todo el proceso. Las decenas de personas, completamente desconocidas al inicio, se convirtieron en amigos al final del día. Conocimos los gustos, la familia, las profesiones, las enfermedades, las experiencias inborrables y hasta la música que escuchaba cada una de estas personas. Todo esto frente al acusado.
Fueron más de quince horas en un proceso absurdo, en el que la seguridad o los compromisos de todos no le importaron a nadie. Madres, padres, hijos y abuelos; doctores, editores, enfermeros, policías y maestros dejaron de cumplir con sus responsabilidades diarias. El posible acto de una persona fue capaz de controlarnos el día.
De más está decir que fui seleccionada. La budista pudo seguir con sus creencias; la mujer con cáncer regresó a cuidar de su hija; la mujer traumatizada continuó llorando en su casa; la señora de la fibromialgia regresó a darse tratamiento.
El juicio comenzará la próxima semana. Mis vacaciones, por lo menos, sólo se aplazaron un día; la jueza entendió que había compromisos que no podían suspenderse. A partir de este momento, no podré emitir un sólo comentario del caso. En mis manos y en el de trece personas más, dependerá la suerte de un ser humano.
A veces, hay que creer en la Justicia, aunque, en días como estos, es muy difícil poder hacerlo.

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